Me caso, me lo pidió anoche mientras terminábamos de
preparar la cena, abrió el frigorífico y sacó una botella de champagne. Le miré
inquiriendo por el líquido elemento, me respondió con un monosilabio de los intensos.
Será algo muy íntimo, extremadamente entrañable, a
ninguno nos gusta la pomposidad de ahí que la ceremonia sea en un emplazamiento
poco conocido, un poco críptico y salvaje. Tampoco la hora ordenará lo
establecido por el patrón normativo que rige este tipo de celebraciones, vamos
a nuestro ritmo, acontecerá cuando tenga que surgir ni antes ni después, eso sí,
mejor antes de que me deje dormir mientras le leo lo último que he escrito y él
me amenaza con folgarme.
Nos casamos, fue algo intrépido, sin vergüenza,
venteaba una brisa salitrosa y fresca, a eso de las dos de la madrugada,
desnudos y con la íntima profundidad de la ceguera entre las sábanas
buscándonos, solos tú y yo, sin más guión que nuestras manos y nuestros labios,
en una tibia habitación y con la única realidad de querer estar ahí en ese
instante.
Lo demás queda para nosotros y fuera de toda
objetividad.
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