La
primera vez que pisé aquella habitación me sentí inmensamente diminuta. “No
toques ahí”, “quieta”, “siéntate ahí”, estas frases se repetían
ininterrumpidamente mientras yo observaba, sentada en un pequeño taburete, como
trabajaban unas mujeres en la trastienda de la librería.
Era
un acontecimiento casi mágico, que se fue convirtiendo en sagrado, ocurría cada
tarde de verano, después del baño, y continuaba hasta septiembre, que empezaba
el colegio. Siempre me acompañaba mi madre, ella aprovechaba para hacer unas
compras por la zona y a mí me dejaba con mi tía, en el taller de encuadernación.
En muchas ocasiones cerraba
los ojos y me dejaba llevar por los olores, a tinta añeja, a engrudo para
fijar, a aceites varios; por los sonidos, una radio, el rodillo resbalando por
los pliegos, y esas enormes agujas que taladraban el papel; palpaba los libros
que descansaban en las estanterías, me imaginaba siendo una escritora famosa,
una artista, incluso alguna vez tomaba los lápices y soñaba que era una maestra
de esgrima que luchaba contra dragones, intentando encontrar su príncipe azul.
No hay comentarios:
Publicar un comentario