Aquella mañana quise ser secuestrada
por un pirata. Pensaba en el Capitán Sparrow, claro, tan guapo, tan moreno, tan
aventurero, tan loco.
Bajé a la playa buscando el barco
que me llevara lejos. En el horizonte la mar azotaba un velero hundido en un temporal
ocurrido hace casi treinta años. Me senté en la arena, estaba tibia, era
cosquilloso dejar entrelazar los dedos entre ella, arrugándolos. Al cabo de
unos minutos un barco arribó a la playa, a bordo un hombre de tez oscura me indicó
que subiera, alguien me esperaba para almorzar. Y como una es una soñadora subí
a esa nao de bandera negra, donde los marineros cantaban eso de “ron, ron, ron,
la botella de ron”. El trayecto fue breve pero intenso, el oleaje estaba
embravecido. El viento golpeaba mi rostro salpicándolo de sal, era emocionante
aventurarse así simplemente para comer.
Una vez llegamos al lugar indicado
en el mapa (olvidé mencionarles que se me había dado un mapa al salir del
pueblo costero, en el que había señalizaciones de donde quedaba la playa, a qué
hora llegaría el piloto de la barca y donde estaría el pirata con el que iba a encontrarme).
Dicho esto continúo, al bajar del bote me dejé humedecer los pies con el agua
cálida del Caribe. Frente a mí una hilera de palmeras vareaban unas contra
otras, ahuyentando quizá los demonios del mar. Y bajo un toldo de tela raída de
color crema una mesa de madera donde dos copas de vino blanco esperaban ser
degustadas. Antes de sentarme a la mesa, me eché en una hamaca de cuerda, me
dejé llevar por el lento balanceo. El lugar era un paraíso, arena blanca, agua
cristalina, viento suave, y de menú, langosta con vino blanco. ¿Qué más podía
pedir?
Sí, había algo que podía pedir, que
llegara el pirata anfitrión porque ya tenía apetito.
A los tres minutos de mi arribada
apareció un hombre con la tez morena del sol, barba de tres días, calvo… (lo
sé, los piratas llevan el pelo largo y barba, y una pata de palo, sin embargo
mi bucanero era especial), llevaba una camiseta blanca de tirantes y un
pantalón vaquero, iba descalzo. Se acercó a mí con una corona de margaritas que
me puso en la cabeza, y un puñado de conchas que dejó caer sobre mis manos. Una
voz aguardentosa dijo: “yo os declaro marido y mujer”.
Tras esto comimos y bebimos e hicimos
el amor sobre la arena, y al caer el sol, salimos a navegar de nuevo, escondiéndonos
tras el sol.
Nosotros somos los que decidimos qué
soñar, dónde viajar y a quién besar. No dejemos nunca de hacerlo.
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