Recuerdo el olor al entrar en aquella tienda de
Ravello, un aroma intenso a piel curtida, a papel, a esencias pretéritas.
Recuerdo también que te comenté que tenía hambre,
que desde el desayuno en el hotel de Positano y tras una noche incandescente
amalgamando instantes, no habíamos ingerido nada. Me miraste, siempre que posas
tus ojos sobre mi piel me transformo en animal.
Tomaste una libreta de color encarnado y me la
enseñaste, asentí, volví a sentir ese perfume a madera rota, a lignina cálida,
a historias diarias que confeccionar.
Hoy la he encontrado en el cajón del escritorio, sus
páginas en blanco demandan que te perfile una receta para la lasaña, aunque
mejor que seas tú quien cocine esta noche.
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