Vivir
un seísmo de grado 3.7 a tu lado merece una historia. No sé si fue el
vulcanismo del entorno, el atardecer desde el mirador de la Peña o el vino herreño,
pero aquello revolucionó mi lencería.
Aparcamos
cerca del hotel, ese que sale en el libro de los records. Me comentaste que
habías reservado una de las cuatro habitaciones de las que constaba y mientras
sacabas las maletas amenizabas el instante con las datas sobre el lugar y su
increíble magia. Miré hacia el infinito azul resignado ante el horizonte,
Selene aguardaba nuestra llegada, yo saberme allí contigo.
Noté
el rocío del oleaje enrocado, tome mi equipaje y te seguí. Una vez en la
habitación coloqué todo en el armario, tú decidiste sacar la guitarra y
componer un tema sobre la marcha, me descalcé, abrí una botella genérica y
serví vino en unas copas que estaban destinadas para tal evento, me miraste con
profundidad, yo te sonreí.
Eran
las 20.01 cuando notamos la sacudida, no recuerdo dónde me hallaba, tal vez
debajo o tal vez encima, tal vez sonaba algo de Ben Howard en el MP4, quizás
estaba declarándome.
Afiné
la mira de la cámara, el visor para los entendidos, y encuadré cada detalle.
En
noches como esta echo de menos aquella conmoción terrestre, no veo la hora de
que llegues a casa, de liberar energía y de que seamos un epicentro de salvajes
emociones.
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