
Hace una semana estábamos allí sentados, en ese escaño. Regábamos nuestras gargantas con sidrina, venida directamente del norte, en manos de Louis y Greta. Fue un día especial, blanco, puro y discretamente cumplidor, no eran los 40 que habían caído en mi regazo hacia un mes, sino el reencuentro de un grupo de amigos, y un atardecer en el Lago. Mágico, críptico, oscuro.
Por la tarde, dimos un paseo hasta el pueblo de Ribadelago Viejo, el de la catástrofe (este año se ha cumplido el lustro), y nos dejamos proteger por las montañas de una previsible tormenta nocturna. A la vuelta, desde la casa del Gallo entrevimos entre los árboles el lago. Y es que al caer la noche el Lago es diferente, deja de ser luz, brillo, música para ser silencio, opacidad, secreto.
La queimada alimentada con la leyenda y la oración nos limpió el alma de los malos espíritus, una, dos y hasta tres veces. Los dulces bercianos fueron delicateseen para nuestros estómagos, y así cada una de las manducas que decoraban la mesa del salón.
Un micro hizo las veces del cantante, Louis sacó la guitarra, yo, mi voz (terrible, por cierto), y Greta, Rita, J.H., Joe, Marilyn, Donald, Betty, Tony y Silvie, escuchaban atentos convertidos al mojito, faltó Josephine. Te recordamos mucho.
Y la noche nos acompañó a los camastros...
HASTA EL PROXIMO REENCUENTRO