El
poder de las palabras es ilimitado y por ende es necesario medir cada minúscula
estructura de vocales y consonantes. Hay palabras que destruyen pasiones, que
malgastan tiempo, que roban hilos de ternura. Un
combate activo entre vocablos, unidireccional en ocasiones, visceral en las mías.
No mendigo ni pretendo, comento, me expreso y escucho. La
fuerza de la mirada, el deseo de vivir, la gratitud de la amistad
incondicional, y mientras tanto, hay palabras que obran milagros, que
construyen puentes, que saben como una noche de verano a la orilla del mar, son
cálidas y llenas de calma, suenan y se degustan, son infinitamente intensas y
breves, dos veces.
Hoy me he despertado con un curioso dolor ni
definido ni definitivo. Serán las horas de vuelo que llevo, los mapas desgastados,
curtidos por los itinerarios, la raíz sabrosa de los frutos maduros, la húmeda
caricia de la ebriedad, los accesorios y los complementos, tal vez sea la
maleta entreabierta que avista ya el tempo para el despegue. Y es que la resaca
vital se deja ver sinuosamente en pequeños detalles, poco importa que en la
cocina rezume el café del desayuno, que lleve horas escribiendo sobre el
contorno de las nubes, imaginando recuerdos aún no concebidos, que en mi agenda
haya una marca indeleble de agua, que mis diatribas hayan batallado contra
gigantes en los últimos meses, llega y yo solo poseo esta disparatada naturalidad
con la que me enfrento a ella, porque vaya donde vaya, siempre juego en casa.
Llevo diez minutos en el hall del hotel. Dijiste
que llegarías pronto, la camarera me ha servido la segunda copa de champagne,
un pianista acompaña la escena. En las mesas vecinas conversan sobre este invierno
tan gélido que ha llegado a las islas, en su idioma y a fuerza de jarras de
cebada. Y miro hacia la terraza, ha empezado a llover y
refresca, no veo el momento de desnudarme en el cálido encuentro. Ya han pasado veinticinco minutos y sigo aquí, no se trata de esperanza o cabezonería, me quedo porque
sé que vendrás, en esto consiste la confianza, en desplegar las alas y volar,
en permanecer aunque la corriente nos lleve, aunque todo se vuelva gris. Si me
quedo es porque sé que en breve llegarás. Ya son años de combinarnos y de
sabernos.
Percibo tu mirada, estás al final de la escalera,
te observo, me enloqueces, por un instante te habría pedido a los Reyes Magos,
pero a estas alturas de nuestra existencia no creo en nadie más que en mí, y en
ti cuando me ausento.
Al dos se le acusa de que nunca fue el primero, y
es cierto, pero nada sabe como ese segundo café del día mientras ventean las
sabanas en la terraza, ese segundo beso tuyo antes de entrar en la ducha, el
que recibo cuando aún remoloneo en la cama, incluso la segunda cucharada de
helado de chocolate blanco con yogur gusta más que la primera. Ese segundo día
que compartimos tras una larga temporada ausentes, el segundo chiste que nunca
pillo, el estornudo que lleva tras de sí una retahíla a eso de las once de la
noche. La segunda palabra pronunciada mirándote a los ojos, tu segundo de silencio,
la segunda cerveza compartida frente al mar, aquella segunda cita que tuvimos,
mi inquietud segundada, tu segundo de gloria. Esos segundos se agarran a la piel cada día para
que no nos olvidemos de que siempre hay una segunda vez.
Me encontraste dormida cuando llegaste a casa.
Habían sido días de muchas emociones y duelos. Te acercaste y me besaste con la
templanza contradictoria del que no pretende despertar pero le gustaría. Sabes
que tengo el sueño ligero, ya había sentido tu perfume desde que abriste la
puerta, te miré y me di cuenta de lo que duran los besos que se mantienen en la
mirada.
Me adormece tu mirada,
hueles a aterrizaje salvaje entre las dunas de mi lecho. Escucho el pasar de las
hojas entre tus dedos, Ray Charles te acompaña y yo me siento desnuda.
Desprendes un aroma invencible, de esos que ganan batallas sin haber iniciado
la guerra, es en la paz donde jugamos esta noche, no me falles, llevo horas
desatándome por dentro.
Enciendo la luz del pasillo, tú apagas la de la
cocina, abro la ventana del dormitorio, tú cierras la puerta.
Érase una noche de esas que llevan una coreografía y
se escuchan más allá de la madrugada, de esas que resbalan como las sabanas a
lo largo de mi cuerpo. Tomas mis manos y me besas, inmovilizas mis caderas y
vuelves a rozarme los labios hasta profanar mis palabras, las que no permites
que abandonen mi alma y aquellas que llevan un sello implícito de deseo.
Me giro sobre mi misma y te abarco con mis piernas,
arrastro mi pelo sobre tu pecho mientras te acelero mordisqueándote. Me
comentas que hace días que mi perfume vaga por entre los pliegues de tu piel,
que cuando apago la luz de la habitación sueñas con mi boca, que mis ojos te
desvelan. Y yo te susurro al oído que en tu cuerpo concibo las historias más
increíbles, que con él saboreo la calidez del fuego y la humedad del mar, que
en noches como esta estamos en medio de la nada y al principio de todo.
Vuelvo al punto de partida, al líquido amniótico,
me reservo para mí la dicha del momento. Siento una húmeda dulzura en esta oscuridad, un
silencio indómito, de pronto una cortina rasgada se abre ante mí y me extraen
de esa íntima calma. Un golpe, un llanto y el cálido abrazo de una madre.